Columna invitada en Reforma
Antonio del Valle*
14 Ene. 2019
El reciente desabasto de gasolina afectó a millones de personas en distintas formas. La frustración, enojo e impotencia que sufrimos los mexicanos estos días es completamente justificada; merecemos información veraz y expedita que disminuya el nivel de incertidumbre.
Pero más allá de los orígenes del problema, podemos aprovechar los aprendizajes derivados de este tipo de dificultades.
No cabe duda que el motor de combustión fue un gran invento que transformó a las sociedades y que hoy es impensable vivir sin medios de transporte motorizados. Lo que también es un hecho es que, en ciudades como la nuestra, hemos abusado, especialmente en el uso del auto particular, al punto de desarrollar una adicción.
Adicción que fomentamos con estructuras hechas exclusivamente para ésta, en detrimento de los que caminan, usan bicicleta o transporte público y, en general, de la calidad de vida de los ciudadanos. Durante los últimos cincuenta años, hemos dirigido el 80 por ciento de nuestros recursos a una infraestructura útil para una minoría que apenas representa el 24 por ciento de la población.
Dicen que un adicto comienza recuperación tras caer a lo más profundo, siendo el primer paso reconocer el problema; el segundo, deshacerse de lo que lo incita a volver, cambiar de entorno. Con respecto a esta dependencia del auto, mal de la mayoría de las grandes ciudades del mundo, existen también las que han logrado superarla, convirtiéndose en ciudades amables, vivibles y, sobre todo, equitativas.
Uno ejemplo que destaca es Copenhague.
Sí, Copenhague no siempre fue la bella ciudad de las bicicletas y hermosos parques. Tuvo que sufrir dos grandes calamidades: la primera, durante la racionalización de gasolina -entre muchos otros insumos- en la ocupación Nazi; la segunda, tras la crisis petrolera de inicios de los 70. Fue entonces cuando la ciudad nórdica corrigió rumbo. Ese punto de inflexión generó políticas públicas encaminadas a una ciudad compacta, pensada en la dimensión humana, con distancias cortas, espacios públicos, infraestructura ciclista y transporte público… menos dependiente del automóvil motorizado.
En nuestra Ciudad nos frustra el tránsito de todos los días. Cada vez tardamos más tiempo en trasladarnos. Creemos que lo que se necesitan son más calles con más carriles, más puentes y túneles… mayor velocidad. Pero no nos damos cuenta de que, si seguimos construyendo infraestructura para autos, lo que vamos a tener son ¡más autos! Y menos peatones, menos bicicletas, menos parques públicos, mayor inseguridad, mayor división entre la sociedad.
Para los que nacimos en la cultura del automóvil, sobre todo los que hemos tenido la suerte de llegar a este mundo con mayores privilegios que otros, no vemos más allá. No concebimos trasladarnos de forma distinta, por lo que buscamos y exigimos que la infraestructura se haga para nuestra satisfacción, escudándonos en prejuicios como «esta Ciudad no es caminable» o «cuando exista buen transporte público dejaré el coche».
La realidad es, y sobre todo en la gran CDMX, que existen cada vez mejores y variadas opciones que nos facilitarían la vida si salimos de nuestra oscura caja automovilista. Si tienes que ir a una distancia de 5 kilómetros o menor, prevé el tiempo y camina, descubrirás maravillas que en el auto pasan inadvertidas; si es mayor, puedes montar una bicicleta. ¿Tienes acceso al Metro o Metrobús? ¡Úsalo! Verás que es más efectivo de lo que imaginas.
Todos quisiéramos una Ciudad más vivible, más amable y equitativa. Exijámosla. Pero aceptando medidas que nos afectarán en el corto plazo, beneficiándonos en el largo. No nos damos cuenta que el primer paso para lograrlo es cambiando nosotros mismos, eliminando prejuicios y superando paradigmas. Sólo así podremos cambiar realidades.
*Presidente del Consejo de Administración de Kaluz
Esta columna fue publicada originalmente en www.Reforma.com